Rosana Pini, la música callejera porteña que se enamoró de Cipolletti
Se instala en la zona bancaria, donde toca zambas y chacareras. Dice que lo suyo no es un trabajo, sino "un servicio para el alma" del público. Llegó hace algunos años de Buenos Aires y acá es feliz.
Esa voz acompañada del rasguido de una guitarra que se escucha por las calles de Cipolletti se han incorporado al inventario de la ciudad. Zambas y chacareras suenan con la emoción de quien ha abrevado el folclore en los mismos pagos donde fue acuñado, pero no es así.
“Yo tampoco me lo explico, pero me gustan mucho las chacareras. Ni siquiera conozco Santiago del Estero, pero hay algo que me conecta. Quizá tenga por allá algún pariente lejano”, bromea Rosana Pini, la artista callejera que cotidianamente ofrece su música en la zona bancaria.
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Al contrario, ella nació y se crio entre el cemento de Buenos Aires, donde vivió medio siglo de su vida buena parte dedicada a la música ambulante. Hasta que en 2019 se mudó al Alto Valle, acompañando a una pareja que tenía hijos aquí.
Asegura que ni bien pisó Cipolletti supo que era amor a primera vista. “Sentí que había vivido acá toda la vida. Fue como una señal”, sostuvo.
La relación afectiva se terminó y quedó sola, pero ni se le cruzó por la cabeza partir. Se quedó y comenzó a dedicarse a lo que más ama, que es cantar en la calle y en los colectivos tanto en Cipolletti como en Neuquén.
Pero cuando se estaba acomodando apareció la pandemia de Covid y cambió todo. Justo en ese tiempo le habían enviado muchas de sus cosas -muebles y ropa entre ellas-, pero el transporte que las traía extravió la mayor parte. Por las restricciones impuestas por la crisis sanitaria no pudo seguir el reclamo y perdió todo.
Impedida de salir a la calle se quedó sin fuente de recursos, pero nada la amilanó y se las rebuscó con lo que tuvo a mano. Se ofreció para hacer delivery y mandados a gente mayor y en riesgo que no podía salir de su casa.
Hasta que por fin dieron por concluidas las medidas y pudo volver a actuar al aire libre, con su gorra a cambio de una retribución voluntaria.
Conocedora del movimiento citadino, se instala fuera de los bancos. Suele estar por la mañana en el Nación, en la calle Roca frente a la Comisaría 4ta y por la tarde en el Patagonia de España o en el de La Esmeralda.
Parte del paisaje urbano
La gente la conoce y a ella eso la hace feliz porque sabe que aporta una cuota de alegría.
“Para mí esto no es un trabajo, es un servicio que presto para el alma de la gente. Brindo un momento de alegría”, destaca.
Se siente apreciada por su público. Le demuestran cariño, sobre todo los chicos, que son los más entusiastas cuando la ven, porque tiene un carisma especial con los más pequeños.
“Paran, me saludan, se quedan escuchando y festejan mis canciones. Crecen y siguen pasando. Ya tengo varios grandes”, resalta.
Sostiene que también le reconocen su constancia y entrega. Muy rara vez falta. Con frío o calor. Recuerda que ni la nevada de 2022 logró frenarla. Ahí estuvo guitarreando mientras caían los copos que esa vez cubrieron el paisaje.
Con poco, mucha felicidad
Su filosofía de vida es llevarla día a día, sin un plan, disfrutando de la naturaleza.
“Viajo liviano, evitando acumular cosas en la mochila”, grafica. Está convencida que “no se necesita tanto para ser feliz” y que “con lo elemental alcanza”.
Vive en una chacra de la zona periférica en una casita muy precaria, junto a sus cinco perros.
Dice que puede vivir de actuar en la calle, aunque modestamente. Hay días en que gana algo, y otros que no. Ahí se le hace difícil la subsistencia. Pero no afloja. El servicio no se puede suspender.
En la temporada de cosecha se aleja temporalmente de las calles porque va a trabajar a las chacras, en la recolección de fruta para las jugueras. “Es un trabajo que me encanta”, asevera.
La guitarra en el ropero
Rosana nación en Florida, en Vicente López, provincia de Buenos Aires, donde cursó la escuela primaria y secundaria. Posteriormente se mudó a capital, primero a Flores y luego a Parque Patricios, el barrio del club Huracán.
Desde joven abrazó la música como forma de vida, aunque no sabía tocar ningún instrumento. Se compró una guitarra a la que bautizó “Esperanza”, porque era verde, que tuvo una vida musical particular. Quedó en silencio cerca de diez años, guardada en un ropero. Hasta que hizo un click, la sacó del encierro y comenzó a practicar con ella. Se bajó acordes de internet y comenzó a practicar. Cuando aprendió algunas canciones salió a la calle a tocar a la gorra, donde hizo experiencia.
En la gran ciudad subía a los colectivos y subtes, pero se le hacía difícil.
Ya entonces comenzó a pensar en introducir un cambio en su vida. Un llamado interior le pedía a gritos encontrar un lugar más tranquilo, alejado del movimiento desenfrenado de Buenos Aires.
El amor le dio la oportunidad. Conoció a un muchacho que tenía hijos aquí en Cipolletti que quería volver para estar cerca de ellos, y decidió acompañarlo. El resto es historia contada.
El amigo del vozarrón
La calle regala sucesos inesperados, que en su caso Rosana guarda en su rico anecdotario. No son pocos los transúntes que paran a escucharla y esperan una pausa en el repertorio para charlar algo con ella. Saber algo de su vida, saciar la curiosidad, expresar su admiración. Ella es atenta y se presta amablemente a la conversación, lo que genera una energía especial.
Tampoco faltan los que se acercan con la intención de acompañarla en alguna canción.
En una oportunidad se presentó el Rana Ramírez, un cantor y guitarrero muy conocido en la región por su larga trayectoria sobre los escenarios. Hicieron un dúo que para ella fue inolvidable.
“Con su vozarrón se genera una energía linda”, subrayó.
Cada tanto pasa y entonan algún tema juntos. También es solidario. Le lleva cuerdas para equipar su guitarra.
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